Festival de la canción de Eurovisión: La historia de Fire Saga

Todos, absolutamente todos, tenemos en nuestra vida placeres ocultos, íntimos, que no se muestran en nuestra cáscara ni parecen congruentes con nuestros gustos o forma de ser más aparente. Esas cosas que cuando las comentas en público recibes respuestas del tipo «pues no te pega nada», «no me lo creo» o «anda ya».

En mi caso, esa cosa que a la gente no le pega, no se cree de mi o se queda atónita cuando lo descubre, es mi gusto por el Festival de Eurovisión. Ciertamente no llego a una altura de fan absoluto, pero reconozco que esa fecha está marcada en rojo en mi calendario, los días previos a la misma dedico un buen rato a ver y escuchar todas las canciones que participarán en el certamen, y en mi casa la noche en cuestión, siempre hay amigos pertrechados junto a mi mi mujer y mis hijos, con un cuaderno para puntuar las canciones que van sonando.

El entorno ve esta afición con una mezcla de simpática rareza por mi parte para unos y una atrofia que me acerca a la cutrez horteril y pone en duda la credibilidad de otras de mis aficiones como la música clásica, por ejemplo o el cine de Ingmar Bergman, convirtiéndome en un potencial cultureta impostado.

Yo creo que es compatible que te guste Mahler y Abba, quizás raro, pero esto abre un debate sobre la compartimentalización de la cultura y los gustos, que en el caso de la música considero más acentuada. A diferencia de la literatura o el cine, donde es mas fácil encontrar a gente dispuesta a deambular por distintos géneros y épocas, apreciándolas igualmente, en el caso de la música, es más raro ver personas que compartan pasiones como el jazz y el heavy, la música clásica o el reggaeton, el flamenco y el techno.

Por eso, intentando saltar prejuicios y miradas penalizadoras, una semana al año me entrego a un festival, que además de canciones, tiene otras cosas que transcienden más allá del exclusivo fenómeno musical.

Por un lado hay un punto patriótico, un orgullo de país, que asemeja el festival a la competencia deportiva. Como si fuera una final de Roland Garros con Rafa Nadal, queremos ganar, y somos capaces de seguir una, de facto, tediosa y larga votación, donde llevamos años alejados de cualquier posibilidad de victoria desde casi su inicio, y aplaudir cada vez que dicen «Spain, 3 points», y aquí es donde se produce la gran cuestión. La victoria en Eurovisión es un hito que ni yo, ni ningún español menor de 50 años ha vivido y yo diría que es ya el último rubicón competitivo que nos queda como nación. Hace años pensaba que era mas difícil ganar un mundial de fútbol o que un tenista español saliera victorioso de Wilmbledon, y esas cosas ya han ocurrido.

Por otro lado, creo que el Festival de Eurovisión, es desde el punto de vista formal el programa televisivo más espectacular que se hace a lo largo del año. Los escenarios son alucinantes, las actuaciones tienen un acompañamiento de imágenes, sonido, escenografía, realmente fastuosos y todo lo que rodea a las canciones, como son los vídeos, presentaciones, el intermedio, etc suele tener una factura televisiva impecable.

Por último está lo que debería ser el centro de todo, las canciones, que yo diría que poco a poco han ido quedando más apartadas por el peso de la estética televisiva. Aunque con tanto país encuentras una gran cantidad de medianías o mediocridades, siempre hay un puñadito de canciones que me acompañarán en el coche durante los meses siguientes, cuyas características suelen ser buenas voces, melodía pegadiza y un punto festivo. Lo dicho, ideal para el coche cuando vas con tu familia.

Sentadas las bases de mis gustos eurovisivos, paso a hablar de la película que acaba de estrenar Netflix. Mi opinión no puede disociarse de lo anterior, pues lo primero que hay que decir es que quizás solo resulte atractiva si aceptas ciertos códigos y te gusta el Festival. La película apela a los fans, es festiva, ingenua, caricaturiza con acierto su punto hortera y lo envuelve en una carcasa con buenos acabados.

El gran acierto es tratar una situación que nunca se ha plasmado en la pantalla, a pesar de los millones de seguidores que el certamen arrastra cada año. No recuerdo ninguna película cuya trama argumental pivote sobre el Festival de Eurovisión, y eso ya es un acierto. Desde la autoparodia, el mensaje optimista, la comedia blanca y la participación de algunas celebridades del certamen, es fiel a lo que pretende y no engaña en sus aspiraciones.

Quizás esto que acabo de decir en positivo, es al mismo tiempo su mayor debilidad como artefacto cinematográfico. Una peli que se mueve casi en exclusiva en clave fan, y que seguramente solo llene a paladares poco exigentes y eurovisivos, la convierten en cierto modo en una oportunidad perdida sobre lo que creo que es una buena idea de base, ya que indudablemente el film acaba resultando demasiado blando con algún brochazo argumental poco brillante y unos protagonistas cándidos e inocentes en exceso. De aquí podría haber surgido algo a la altura de «Love Actually», pero no es el caso, ni de lejos.

Estamos ante un tipo de cine meramente «celebrativo» para seguidores de algo muy concreto y que entronca con «Mamma Mía», aunque en esta el argumento tenía vida propia, la protagonista era Meryl Streep (sin desmerecer a la maravillosa Rachel McAdams), y la música de ABBA suponía un late motiv perfecto y permanentemente tarareable.

En cualquier caso cine familiar, que requiere de la participación de un espectador que tenga fe, se entregue un poquito y que no tenga grandes pretensiones. No todo van a ser solomillos en la dieta cinéfila, a veces también sienta muy bien alguna hamburguesa del McDonalds.

«La piel» de Sergio del Molino.

Hablar de un libro de Sergio del Molino tiene para mi un componente de familiaridad que hace especial el dialogo con la obra. No conozco personalmente al autor, nunca he cruzado palabra con él, ni creo que tengamos conocidos comunes. Todo lo más es que en mi condición de madrileño se ha mezclado un ramalazo zaragozano ya que mi mujer es de allí, pero no creo que eso, y ser mas o menos de edad parecida, me otorgue una posición que me hermane con él.

Pero la familiaridad uno se la puede atribuir también por el conocimiento de una obra, el seguimiento de sus intervenciones radiofónicas, o la lectura de sus artículos de opinión. Todo esto no deja de generar cierto vínculo y conocimiento sobre alguien que te cae bien pues tiene ciertos códigos coincidentes contigo. Además en mi caso, aunque a veces quede bien decir lo contrario, desde hace unos años leo con más gusto a la gente que me reafirma que a la que me discute, ya que puedo seguir manteniendo mis opiniones pero además revestirlas de una pátina de prestigio y superioridad de la que carezco. Estoy confortable en mis ideas, he tardado décadas en tener tres o cuatro conceptos claros y no pretendo alterar mi progresiva pereza intelectual con bandazos a estas alturas de la vida. Esta serie que te recomiendo es buenísima y además la recomienda también Sergio del Molino, me ahorro la argumentación, fin de la discusión.

La cuestión es que Sergio del Molino es conocido, no tanto como un tertuliano de «Sálvame», pera ya no somos una minoría clandestina los que le siguen. Él ya es un escritor de éxito, y un autor es más tuyo cuanto menos gente le lee y más criticable cuanta más presencia tiene. Por cuestiones como esas estoy algo despechado con James Rodhes. Recuerdo leer una reseña sobre él nada mas sacar su primer libro en Gran Bretaña, debí ser el primero en comprarlo cuando se tradujo al castellano, y apostolé en su favor, ante todo amigo que encontré, recomendando su libro y poniendo en valor su peripecia vital. Pero claro, el tipo es ahora super conocido, es casi una estrella de rock y encima se ha venido a vivir a Madrid y le recibe hasta el Presidente del Gobierno, con lo cual ya no necesita mi ayuda prescriptora, ni supone un placer minoritario o selecto y además el tipo se ha vuelto un pelín empalagoso. Conocer a James Rhodes no es tan cool ahora, todo hijo de vecino sabe quien es y conoce su historia y eso hace que yo ya no tenga nada que aportar.

No se podré tener este mismo problema con Sergio del Molino y si es mas conocido que Rhodes. Para mantener esa familiaridad hay que tener un punto minoritario, y para eso me vendría bien que no hablara por la radio, así sería menos mainstream, pero en mi perjuicio, como sigo «La Cultureta», esta perdería una pieza esencial y yo mismo algún alijo de libros, pelis y series de las que me nutro por sus recomendaciones. Afortunadamente hay un argumento de autoridad definitivo e inexpugnable que me permiten alejarme de la comparación con el pianista, éste tiene 236K seguidores en twiter y del Molino 22K. Además siempre puedo decir que de del Molino he leído mas cosas aparte de «La España vacía», y eso da caché, igual que cuando Manuel Vilas sacó «Ordesa» y yo ya había leído alguna obra anterior del autor, esto te da cierta autoridad «opinatoria», aunque no exenta de pedantería, que te permite decir cosas como «yo ya le seguía hace tiempo» o «yo ya le leía cuando no era tan conocido» o «ya sabía de su talento» y esto controlado y sin tomarte libertades al estilo «Misery» de Stephen King, te permite opinar con mas conocimiento de causa.

Pero yo quería hablar de «La piel» y lo haré, pero más adelante. Hay otros tres factores más personales que quizás expliquen mejor esa «familiaridad» con el autor. Por un lado, intuyo que los dos reaccionamos mal (evidentemente él lo hará con más vehemencia que yo) cada vez que escuchamos el término «España vaciada». No seamos catetos por favor, uno de los grandes ensayos de este siglo, «La España vacía», pone negro sobre blanco, con una brillantez ejemplar, un fenómeno que no por conocido deja de resultar interesante, pero al que le faltaba un sustento de prestigio como este libro y un buen término para introducirlo en la agenda sociopolítica y hablar de él. Esta tontada de arrebatarle la nomenclatura a quien lo ha espoleado y además hacerlo a peor, (porque nadie discutirá que «vaciada» es mas feo e inexacto que «vacía») ofende a cualquiera.

La segunda circunstancia es que hace un tiempo escribió un artículo sobre un pequeñisimo y remoto pueblo aragonés del que son oriundos mis suegros, hablando de una extraña institución psedocultural que se asentaba en el mismo. El artículo fue duramente criticado por mi familia política por inexacto y el mayor argumento de peso empleado era que se notaba que lo había escrito uno que no era del pueblo. Argumento de autoridad para casi todo, pero que yo no comparto, lo que ocurre es que como yo tampoco era del pueblo, y en mi caso ni siquiera de la provincia, no pude defender en modo alguno la idoneidad de la mirada forastera y por tanto ilegítima del Sr. del Molino.

El último factor es la ruptura de una regla que me aplico a mi mismo y que protagoniza uno de sus libros. Mi nivel de tolerancia a la lectura es amplio, y si alcanzo a leer un tercio del libro, aunque me parezca mediocre, por obcecación y no tirar ese tercio de esfuerzo, lo termino (aunque también se podría considerar que lo que hago es perder aun más el tiempo acometiendo una lectura ya herida de muerte). Eso sí, si ese libro ya es irrevocablemente malo en ese primer tercio, no lo continúo. Pero tengo una excepción, un libro que me estaba encantando, pero no pude terminar de leer, «La hora violeta», lo siento D. Sergio, algo me estaba tocando ese libro que no me permitió terminarlo, pero lo que pude leer le aseguro que me pareció excelso, aunque me aproximaba a parajes por los que no que no me veía capaz deambular.

Ah sí, ya llego a «La piel». Empiezo por mis conclusiones, me ha gustado mucho, quizás del Molino pase a la historia como el autor de «La España Vacía», obra tan grande y alargada que sospecho que ese título lo tendrá señalado igual que a La Unión «Lobo hombre en París». Es su seña, su estandarte de prestigio, pero «La piel» es más suyo, le define más como autor y le identifica con una voz aun más propia, porque «La piel» es autobiográfica, pero no, porque «La piel» es un libro de cuentos, pero no.

Como dice del Molino: «Es la piel y sólo la piel lo que nos identifica como seres humanos, por eso su estado es la medida de nuestra humanidad». Que obvio y que poca atención se ha prestado a este hecho del que se sirve el autor para mostrarnos monstruos, brujas, pero también risas, luz y mucha, mucha emoción. A través de la psoriasis el escritor compone un relato que mezcla la fábula con el autorretrato, la luz con la oscuridad, el cuento con la crónica.

Me gusta sobre todo cuando la historia afronta los senderos más personales, cuando el autor se muestra, o parece mostrarse. Ese antológico primer beso en el que es imposible no sentirse reflejado, sus periplos médico-hospitalarios, sus escenas con su hijo y sus recuerdos de juventud, sean o no ciertos, para mi, son más verdad que la Torre Eiffel. Porque la clave de esta obra es que es un conjunto de verdades, que quizás no hayan pasado nunca, pero que no por ello dejan de serlo.

Por eso, a ese ámbito de verdad personal también añado sus retratos de Nabokov y Updike, escritores como él, y que en el caso del ruso, son además parte de él. Me entretiene por fresca y pop la parte de Cindy Lauper, me inquieta Stalin y no conecto demasiado con la parte de Pablo Escobar, ya lo siento no todo iba a ser perfecto.

En cualquier caso, me he divertido, a ratos emocionado, lo he engullido en tres sentadas, me ha entretenido mucho, y he provocado las dudas de mis hijos por mi salud mental ya que no entienden que un libro pueda provocar carcajadas, y de esas he tenido unas cuantas leyendo determinados pasajes.

Del Molino escribe bien, tiene cosas que contar, y hace que sea interesante cualquiera de los temas que trata en sus obras. Pero lo más importante, del Molino ha alcanzado lo que algunos autores no consiguen en toda su carrera, una voz propia. Siendo absolutamente personal, esa intimidad de sus realidades y fabulaciones las adoptamos como nuestras y las conectamos con la voz de ese familiar que viene una vez cada equis años a vernos y nos cuenta que tal le ha ido durante ese tiempo. En este caso un familiar al que no conocemos pero cuya voz y cuyas historias nos parecen cercanas, familiares y le conviertan en una parte de nosotros, sus lectores.

ZeroZeroZero

Esta serie que emite Amazon Prime, está basada en un libro de Roberto Saviano, un escritor y periodista cuya obra ha convertido su vida en un confinamiento permanente. Las represalias que a raíz de su libro «Gomorra» amenaza con ejercer la Camorra sobre él, certifican la veracidad de su narración y su compromiso con la verdad.

No he tenido oportunidad de leer «Gomorra» (algo que debo corregir de inmediato), ni de ver su versión televisiva ni cinematográfica, con lo cual me adentro por primera vez en el mundo del autor y de las profundidades de la mafia que describe, que en esta ocasión se ciñen al tráfico de cocaína.

Por tanto, aun no pudiendo valorar la obra de Savianno, un tipo que se expone personalmente de esta manera merece mi admiración previa, y si además el pulso de su literatura fuera un fiel reflejo de lo que veo en esta serie, mi admiración sería aun mayor, ya que se trata de una de las mejores ficciones televisivas que he visto en los últimos tiempos.

Todo en ella ya hacía presumir antes de verla que podríamos estar ante una ficción de envergadura. Ya me he referido a Savianno, pero es que además la trama tiene todas las premisas para resultar extremadamente adictiva (perdón por la broma), y si a esto le sumamos la participación de 3 directores muy interesantes como Steffano Sollima («Gomorra», «Sicario» o «Suburra»), Janus Metz («Borg McEnroe. La película») y Pablo Trapero («El Clan») y el sello de calidad que es que te la recomiende el programa de tve «Días de Cine», creo que uno no podría ir con expectativas más altas de disfrutarla.

Muchas veces poner el listón tan alto es anuncio de decepción. Otras tantas el trabajo de campo, si está bien hecho, debe acercarte a las expectativas de lo que ves. Pero de tarde en tarde el entusiasmo previo es superado llegando a una excelencia aun mayor de la prevista. Pues bien, «ZeroZeroZero» pertenece a la última categoría, ya que se trata de una serie de máximo nivel que juega en la división de otras obras maestras de la televisión contemporánea como «Chernobyl».

El argumento de la serie está magistralmente estructurado en tres subtramas que se van alternando y finalmente entrelazando en una historia que toma como base el viaje de un cargamento de cocaína de América del Sur a Italia. Por un lado la guerra de los carteles mexicanos por el control del tráfico de droga. Por otro la lucha de poderes dentro de la mafia italiana cuyo líder depende en buena parte de ese cargamento para mantener su poder. En medio dos hermanos norteamericanos son los encargados de llevar el cargamento a través de su naviera.

No obstante el viaje del cargamento, siendo el eje sobre el que circula toda la trama, no deja de tener un punto «MacGuffin» (usando vocabulario hitchcockiano) osea, esa excusa que articula todo pero que en si no es lo principal que se quiere narrar. Lo que la serie quiere mostrar es una deriva de ambición, poder y dinero que transgreden todos los ámbitos morales y convierten a sus protagonistas en piezas de un puzzle diábolico donde no hay buenos, sino ambiciones que pudren por dentro y que se anteponen a la amistad o la propia familia.

Desde el primer momento el nivel de tensión es altísimo, todo es oscuridad y emoción y uno queda atrapado en una trama absorbente que te deja sin aliento. La cuestión es que a mitad de la serie reflexioné sobre la imposibilidad de que esta mantuviera un nivel tan alto durante la totalidad de la misma, pero me equivoqué, lo mantiene de principio a fin, su nivel nunca decae, consigue lo que parece imposible, 8 episodios en el entorno de una hora de duración que te dejan sin respiración.

La serie tiene una factura impecable y las secuencias de acción e intriga mantienen unos niveles excelsos de emoción y tensión. No puedes parar de verla y el malestar y desasosiego es constante gracias al otro elemento sobresaliente de la trama unos grandiosos personajes con una peculiaridad especial, todos son malos.

Asistimos a un argumento con 3 tramas diferenciadas. La de los carteles mexicanos, es sin lugar a dudas la más sombría y deshumanizada, transgrediendo todas las barreras morales y mostrando de forma seca y cruda una deriva a los infiernos, cuyo rostro principal es el personajes interpretado por el aquí excelso Harold Torres, que compone un relato terrorífico y trágico en su hierático rostro.

Por otro lado está la parte de la mafia calabresa en la que el capo D.Minu ejerce su poder y contra el que se tejen todo tipo de conspiraciones. El capo mantiene su posición desde una aparente situación de fragilidad y aislamiento, pero conserva intacto un poder implacable con quien le haga frente.

Por último los transportistas, uno pareja de hermanos norteamericanos (impecablemente interpretados por Andrea Riseborough y Dane DeHaan) que son quienes corren la aventura de llevar el cargamento sobreponiéndose a traiciones y situaciones de extrema violencia. Es el único ámbito de empatía con alguno de los protagonistas de la serie por la situación de uno de ellos, y su aventura nos deja en algunas fases sin aliento en una odisea tan épica como enfermiza por llegar a su objetivo.

Una galería de malos, sin escrúpulos, que anteponen la ambición y el dinero a cualquier otro valor, donde los personajes buenos son apenas unos pocos secundarios, víctimas inocentes y daños colaterales de los auténticos protagonistas, que no se detienen ante nada.

Magistral, excepcional, un puzzle perfectamente ensamblado, un cuento atroz tan emocionante, como terrorífico, una obra maestra oscura y siniestra que te deja sobrecogido, capaz de generar múltiples lecturas y que seguirás evocando tiempo después de haberla visto.

«Máquinas como yo» de Ian McEwan

Ian McEwan es el autor contemporáneo que mejores momentos de lectura me ha dado en los últimos años. «Chesil Beach», «Solar», «Sábado», «La ley del menor» son auténticas obras maestras en las que el autor, tomando como base una anécdota, un hecho concreto, un acto inesperado en la vida o algo corriente, construye una auténtica obra catedralicia donde al apasionamiento de lo que narra se une una prosa cuidada e inconmensurable. Un autor total.

Su novela «Máquinas como yo» («Machines like me»), publicada en España en 2019, muestra en esta ocasión un punto de partida algo mas sofisticado, situándonos en un Londres distópico en los años ochenta, donde una pareja, merced al avance de la inteligencia artificial, compra un ser humano sintético, estableciéndose entre los tres una compleja relación.

«Como dijo Schopenhauer sobre el libre albedrío, uno es libre para elegir lo que quiera, pero no es libre para elegir sus deseos»

Se podría pensar que McEwan está haciendo una incursión en la literatura de ciencia ficción, pero realmente yo diría que es el género el que se pliega a su universo particular. El autor no abandona su estilo y vuelve a través de una escusa algo menos convencional que en otras ocasiones, a sumergirnos en el mundo de las intimidades, los detalles, esas decisiones que pueden marcar una vida, un hecho del pasado, el comportamiento que provocan y la forma de afrontarlos y compartirlos.

«Quienes creen en la otra vida, nunca se sentirán decepcionados»

Creo que las señas de identidad del autor están claras, pero al mismo tiempo reconozco que siendo una obra notable, no está entre sus mejores. Me cuesta algo entrar en la novela, aunque poco a poco voy cogiendo su tono. La obra gana en la descripción de la relación, cuando interactúan los tres protagonistas, y en los dilemas que provoca ese hecho del pasado al que cada uno se enfrenta de forma diferente. La historia se engrandece en la intimidad de las relaciones del triángulo protagonista y se empequeñece cuando intenta explicar la sociedad que les rodea.

Esos momentos tan característicos del estilo de McEwan, con sus pormenorizadas explicaciones y descripciones rigurosas de las circunstancias, la disección de un ambiente o los roles de sus personajes, quizás esta vez redunden en exceso en su afán pedagógico respecto al contexto social que rodean la trama y algunas derivadas históricas tratadas en exceso, todo ello en un marco que deambula entre lo real y lo ficcionado.

«En aquel tiempo tenía una visión mecanicista de lo que era una persona. El cuerpo era una máquina, una máquina extraordinaria, y la mente la juzgaba en términos de inteligencia, por lo que la mejor forma de diseñarla era tomando como modelo el ajedrez o las matemáticas»

También pongo en su debe la introducción en la trama de un personaje histórico como Alan Turing, cuya presencia aplaudo y supone todo un aliciente apriori, pero que siento que el autor no ha sabido aprovechar en todo su potencial.

Las relaciones de pareja, la adopción, un crimen del pasado, son las cuestiones que unen a los protagonistas, y es cuando más gana la trama, que ofrece pasajes de gran altura y sensibilidad. Ahí encontramos al mejor McEwan con su prosa siempre precisa y elegante.

En cualquier caso, un Ian McEwan mediano como el de esta novela, es casi superlativo para el nivel literario de la mayoría de los escritores y leerle nunca supone una pérdida de tiempo. Como todas las obras de su autor, absolutamente recomendable.

La Red Avispa

Netflix acaba de estrenar la última película del realizador francés Olivier Assayas, que nos muestra la lucha, en los años 90, entre las organizaciones anticastristas radicadas en Florida y la Red creada por el régimen cubano para infiltrarse en estas.

Para contárnoslo, el realizador francés cuenta con medios, con una buena recreación de escenarios, unos inmejorables actores y una base histórica muy interesante. Pero una vez vista la película, la primera sensación es de desaprovechamiento de todos estos ingredientes, que acaban convertidos en una ensalada mal aliñada y poco apetecible

El realizador francés podría haber optado por varios caminos. Podría haber focalizado su atención en el ámbito del thriller de espionaje, o bien podría haberse adentrado en los ámbitos y consecuencias personales que la historia tuvo para sus protagonistas, acercándose al melodrama. Incluso podría haberse decantado por una peli de acción o, lo que yo hubiera hecho, ir por los senderos de la trama política en un contexto histórico determinado con algunas dosis de amor, acción y emoción.

Pero no, el realizador francés decide no decidir, y lo que nos presenta es un batiburrillo de situaciones y personajes algo desemsamblados y en su mayoría poco desarrollados y mal explicados. Se queda a medio camino de todas las posibles opciones y al final la película no queda rematada, pareciendo más un boceto que una obra terminada.

Hay multitud de personajes y situaciones que apenas se apuntan y que también podrían haberse incluido en la trama. Que interesante habría sido ahondar en Jorge Mas Canosa o Luis Posada Carriles, o haber desarrollado las derivadas políticas entre la Administración americana y la cubana, o el papel de la CIA o el contexto de final de guerra fría y el lugar de Cuba y su bloqueo en la diplomacia de la época.

Hay una permanente sensación de oportunidad perdida que se ahonda al ver su potencial y sus cosas interesantes, que los hay, aunque eso si, ajenas a la aportación de un director que es la que falla y lastra todo el resultado.

Excelentes son las interpretaciones de casi todo el elenco, Penélope Cruz está soberbia con esa recreación caribeña de la madre almodovariana que ella borda, pero también lo están Leonardo Sbaraglia, Edgar Ramírez y Wagner Moura. Todos ellos, verosímiles en sus roles y mimetizados con los personajes que representan, parecen cubanos de pura cepa.

También, como ya he dicho, hay una buena idea inicial y una notable recreación de escenarios, que junto a las interpretaciones, es lo único que te mantiene mínimamente espabilado las mas de dos horas que dura la película. Pero todo se pierde en una trama muerta y mal explicada, un relato sin fuerza ni alma que provoca indiferencia, no genera ninguna emoción y que a veces tiene un aroma a telefilm.

Para terminar, y desde el punto de vista ideológico, el film empieza remarcando la existencia desde hace décadas de un régimen comunista opresor en la isla de Cuba, pero al final la impresión es que los espías castristas son inequívocamente los buenos….realmente todo un tanto discutible.

Una pena, a veces unos buenos mimbres no hacen una buena obra, «La Red Avispa» es un ejemplo muy claro.

Mrs. America

Este año 2020, HBO ha estrenado una miniserie que a priori cuenta con dos grandes alicientes.

Por un lado, un nombre y apellidos, Cate Blanchett, su protagonista, cuya mera presencia en cualquier producción, y mas si es en una serie de televisión, medio donde apenas se ha prodigado, es un acontecimiento por el estatus que ostenta la actriz en este momento.

Por otro lado está el tema que trata, asentado sobre la verdadera historia del movimiento feminista norteamericano por ratificar la Enmienda de Igualdad de Derechos (ERA) en todos los Estados de EEUU y la oposición de una mujer, Phyllis Schafly (interpretada por Cate Blanchett) que lideró un grupo de mujeres en contra de esa ratificación.

La serie efectivamente ofrece lo que dice, el protagonismo de Cate Blanchett y una trama muy fidedigna e ilustrativa de los hechos. Pero habría que plantearse si ambas premisas están a la altura de las expectativas, y he de decir que aunque cuentan con mi aprobado, están alejadas del sobresaliente.

Empezando por el inicio, los títulos de crédito. Creo que son estos y su música lo que más me gusta y más tiempo me acompañará en mi recuerdo de la serie. Dinámicos, vistosos, y con un improbable acompañamiento musical que funciona muy bien, una estupenda versión moderna y rockera de la quinta sinfonía de Beethoven (y eso que normalmente no soy muy partidario de este tipo de mezclas).

Se que haciendo este halago, estoy empezando a enterrar algo del entusiasmo inicial que podría despertar la serie, ya que decir que lo mejor de esta son sus títulos de crédito, no parece muy entusiasmante. Realmente es cierto que me ha decepcionado un poco, sobre todo si la ponemos en línea a sus expectativas, pero aun así creo que es interesante, y el hecho de ser una serie cerrada de nueve episodios hace que no estemos gastando un tiempo excesivo en su visionado.

Por un lado está la cuestión Blanchett. Realmente no podemos decir que la actriz australiana esté mal, creo que interpreta con solvencia un personaje, pero que este, por su hieratismo y contención, tampoco permite un gran lucimiento. Al fin y al cabo se trata de ponerse en la piel de alguien nada emocional, sin apenas debate interior, con un autocontrol extremo y que intenta proyectar siempre la misma imagen recta de si misma.

Al mismo tiempo, siendo Blanchett la protagonista, no lleva totalmente el peso de la serie, hay un reparto coral con otras actrices que también destacan y que tienen sus momentos álgidos en la trama. Me gustan especialmente Rose Byrne, Sarah Paulson, Tracy Ullman y Margo Martindale, y como contrapunto masculino a un reparto casi pleno femenino, destacaría a John Slattery como marido de la protagonista.

Quizás donde tengo más dudas es en la trama en si, y en dos aspectos en concreto. Creo que los creadores de la serie cuentan con que exista una base de conocimiento de lo que ocurrió con la Enmienda, y una familiaridad con cada uno de los roles de los que protagonizaron esa cuestión. Esa presunción es errónea, no es un acontecimiento tan universal como para dar por hecho su conocimiento. Aun así, y en segundo lugar, una historia bien contada, aunque no sea previamente conocida por el espectador, debería quedar clara y diáfana si el guion y la estructura son buenos. Pero esto no ocurre, la serie da muchas cosas por sabidas, muchos personajes por ya conocidos y muchas situaciones por familiares, y en mi caso, aunque soy consciente de la existencia del movimiento feminista de la época, no lo soy de los detalles, de su desarrollo concreto, ni de sus protagonistas específicos y eso penaliza su pleno seguimiento.

Sin salir de HBO, sin conocer el detalle ni los nombres de los protagonistas involucrados en «Chernobyl», ni sus roles específicos, es tal la maestría de su guion y la calidad de la narración, que no queda ningún cabo suelto en su desarrollo, ni sientes que debas pasarte una hora buscando información en google sobre la materia para aprovecharla plenamente. Igual que no es necesario saber de baloncesto ni conocer el curriculum exacto de Michael Jordan para disfrutar plenamente de «The last dance». Esto no es así en «Mrs. America».

La otra cuestión es que aunque el desarrollo de la trama y la evolución de personajes es correcta, con sus contradicciones y sus desafíos, los diálogos creo que carecen de la brillantez necesaria en una serie que es todo intercambio dialéctico. Es evidente que aquí no participa ni Aaron Sorkin ni nadie a ese nivel y hay momentos en que las palabras de los protagonistas deberían estremecernos y lo mas que hacen es interesarnos.

Además creo que la trama desaprovecha algunos potenciales momentos de contradicción interna, sobre todo de la protagonista, que no llegan a explosionar y que hubieran enriquecido la serie. Como por ejemplo, algunas de las actitudes de su marido, la homosexualidad de uno de sus hijos y su propio rol de liderazgo con un trabajo incansable, contradictorio con el rol deseable y pasivo de la mujer que ella misma defendía. Creo sinceramente que haber ahondado en esas contradicciones hubiera enriquecido la trama en general y el papel de Blanchett en particular.

Poco más, no creo que sea antológica, pero si interesante, y en cierto modo diría que rigurosa, ya que aunque podría haber resultado oportunista, nos muestra el movimiento feminista en un contexto histórico concreto y no busca conectarlo ni con Trump ni con el Me too, lo cual hace que no caiga en el panfleto, algo que sería muy tentador y que afortunadamente aquí se evita.

La conjura contra América

HBO ha estrenado una de las series que en principio más alicientes tenía para estar entre las mejores del 2020.

Nos encontramos ante un poderoso argumento, basado en uno de los más reconocidos libros de Philip Roth, que abordaba en su trama una historia alternativa de los EEUU durante la II Guerra Mundial. A través de los ojos de una familia judía, asistimos a la ascensión del aviador Charles Lindberg como presidente del país frente a Roosevelt, con una política que lleva a su país a aliarse con la Alemania nazi.

Añadido a esto, además se trata de una serie de David Simon, lo que de por si, ya es el anuncio de todo un acontecimiento televisivo al tratarse del creador de series como las magistrales «The Wire» y «Show me a hero».

Todo esto parecía un cocktail perfecto para prepararse a disfrutar de una gran serie, pero lamentablemente, nada más lejos de la realidad.

«La conjura contra América» fue el primer libro de Philip Roth que leí, y lo hice con ganas, pues al prestigio del autor se unía una historia atractiva, una ucronía interesante, que resultaba poderosa. Reconozco que el libro me interesó, pero estuvo lejos de apasionarme. Hablamos del año 2005.

A este equipaje literario, hay que sumar que pasados los años nos encontramos en la edad dorada de las series televisivas , uno de cuyos mitos es David Simon, y aunque uno de los efectos de las florecientes ficciones televisivas es cierta saturación en las cuestiones relativas a la reescritura de la historia, mucho más de moda ahora que hace 15 años, la combinación del argumento y el talento fabulador de Philip Roth, con la genialidad y fuerza de las ficciones de David Simon, hacían mas que apetecible ver la serie, con una trama que además parecía perfectamente adaptable al medio televisivo.

Dicho lo cual, aunque se reconoce la historia, aunque hay una buena producción detrás y un cuidado en los detalles, al resultado final de la obra le falta todo lo que ha caracterizado a la carrera de Simon, fuerza, garra, apasionamiento y unos personajes poderosos. Se trata de una serie rutinaria, convencional, muy plana y sin momentos álgidos, que «notarialmente» pasa revista a unos hechos, sin transmitir emoción ni tensión alguna por los mismos.

Sabemos que las creaciones de David Simon son de cocción lenta, no suele haber de inicio gran pirotecnia, la historia se va asentando, los personajes van entrando, se van relacionando entre ellos, y poco a poco la trama va envolviendo a un espectador, que finalmente queda atrapado por el desarrollo de la misma y la evolución de quienes la protagonizan. La cuestión aquí es que la serie cuece, y no deja de cocer, y al cocinero Simon da la impresión de que se la ha olvidado servirnos el guiso y al final la serie acaba y el espectador descubre que se ha quedado con hambre.

Una historia que debería acongojar al espectador al mostrar como la confortabilidad de una sociedad y sus seguridades, se ven truncadas por un giro histórico concreto que convierte en apestados a ciudadanos decentes, llevando al límite a la familia que nos hace de correa de transmisión de lo que está pasando. Pero los cambios de actitud, la transformación del carácter y relaciones de los personajes no sirven para hacernos sentir ni la gravedad, ni la angustia de la situación por la que pasan. Todo es en exceso aséptico, todo parece algo edulcorado.

Reconozco eso sí, que si una de las pretensiones es lanzar un debate o mostrarnos una señal de alarma, no es mal momento para hacerlo. Ciertamente son muchas las lecturas comparativas que se pueden hacer con parte de la retórica de Donald Trump. en este sentido la serie ilustra sobre lo que puede pasar cuando la ciudadanía se duerme y relativiza actitudes que ponen en riesgo los valores esenciales de una sociedad democrática. Sin embargo estas buenas intenciones, y que yo esté básicamente de acuerdo con las mismas, no hacen por si solas que la serie esté a la altura de su mensaje, lamentablemente no es así.

Tampoco ayudan a esa forma que he llamado «notarial» y desapasionada de mostrar unos hechos, unos actores que francamente no están a la altura de sus personajes. Todos están mal, impostados, huecos, no transmiten. Solo en algunos momentos concretos Zoe Kazan y John Turturro (la ambivalencia personal y moral de su personaje es casi lo que más me interesa de la serie), mantienen cierta tensión dramática y elevan la trama en determinadas momentos.

Al final le historia deambula entre acontecimientos históricos y sus repercusiones familiares, para casi sin darnos cuenta, llegar a un final, que de repente aparece sin más, casi de improviso, deshaciendo el nudo de tan inquietante situación como por arte de magia y con un montón de incógnitas abiertas sobre lo sucedido.

Una historia estimable que más allá de su planteamiento básico no aporta nada a la ficción televisiva en general ni a las creaciones de David Simon en particular. Una oportunidad perdida.

La unidad

Movistar nos presenta otra de sus grandes apuestas en series para este año, «La unidad», que al igual que «La línea invisible» sitúa el foco de atención en el terrorismo, aunque desde parámetros y facturas totalmente diferentes.

«La unidad» es una miniserie de 6 episodios que nos sumerge en el trabajo de un grupo específico de la policía nacional, especializado en el terrorismo yihadista, que tiene que desarticular a contrarreloj una cédula que quiere atentar en nuestro país. A lo trepidante de la trama policial central, se unen otros aspectos como las relaciones personales entre los compañeros, con alguna derivada personal de los mismos y las recurrentes conexiones con un poder político siempre oportunista.

En resumen, nada especialmente novedoso desde el punto de vista argumental, aunque sí desde la perspectiva de tratarse de una producción nacional con unos medios y una producción de la que es difícil encontrar precedentes. Su factura está a la altura de cualquier gran ficción internacional.

No obstante hay dos serios problemas de partida. Por un lado, se trata de una historia recurrente que hemos visto muchas veces, como es la de un grupo de policías tratando de parar a unos malos que van a realizar una fechoría. Y por otro lado, falta el elemento diferenciador que aporte valor añadido respecto a otras tramas como esta, como sí hace «La línea invisible» que tiene una mirada propia y distinta.

En cualquier caso, y aun viendo venir esto desde el principio, me embarco en una serie que con estos mimbres al menos podría ofrecer buenas dosis de entretenimiento y emoción al espectador. Pero tampoco lo consigue. La serie tiene algunas luces, pero las sombras acaban lastrando su desarrollo.

En sus aciertos está un envoltorio elegante y sofisticado (quizás demasiado), una muy buena interpretación de su protagonista principal, Nathalie Poza, la peculiar presencia y estilo interpretativo de Luis Zahera (creo que aquí algo desaprovechado) y el interesante rol de los dos infiltrados que aparecen en diferentes momentos de la serie.

Pero lejos de esto, y aunque mantiene un decoroso nivel que permite que se deje ver, es evidente que la serie no tiene detrás a alguien con talento y tensión narrativa suficientes. Hay una falta de pulso y emoción en la narración que provoca la misma sensación que la comida rápida, fácil de engullir pero se olvida rápido.

Además la serie tiene algún momento de cierta confusión donde no se sigue bien algunas de las subtramas concretas, sobre todo de los malos, y lo que es su mayor delito, desaprovecha lo que deberían ser sus puntos álgidos. Habiendo resaltado como interesante la cuestión de los infiltrados en la serie, si bien el primero, el policía infiltrado, tiene cierto ensamblaje narrativo, el de la mujer al final, aun mas interesante, incomprensiblemente no queda bien resuelto.

Mayor delito aun es que una serie que va dirigida a un climax concreto, no lo alcance a su término. El momento final de la serie no está a la altura de la espectacularidad y emoción requeridas. Bien resuelta está en mitad de la serie la secuencia de persecución y captura en un centro comercial y mejor aun los apenas 15 segundos de un atentado en el centro de Madrid que aparece de improviso, con una furgoneta llevándose gente por delante. Pero parece un verso suelto, un inciso, que no esperas y que no da una vuelta de tuerca suficiente dentro de una trama que va por otros derroteros. Una pena porque quizás se debería haberse dirigido hacia allí el climax argumental.

Luego, las derivadas personales no tienen más entidad propia que llenar huecos. Hay un matrimonio que se separa, una enfermedad por medio que pareciera pretender explicarlo, momentos de relación y complicidad entre compañeros que luego no se desarrollan,…en resumen, poco trabajado. Por último y por redondear el tópico, la intervención de la política, siempre para entorpecer a los profesionales, aquí se presenta groseramente y sin matices, y tampoco llega a asustar en exceso y a poner demasiado en peligro las cosas, con un señor misterioso del CNI por medio, que en un momento dado lo puede apañar todo. Por resumir, un batiburrillo de personajes y roles para dar algo de soporte a la trama central, pero que realmente por si solos no interesan demasiado.

Todo esto hace que al final, tan suntuoso envoltorio y despliegue de medios, no contenga en su interior las dosis de talento y originalidad necesarias para conseguir lo fundamental, la emoción del espectador, capaz aquí de admirar una robusta puesta en escena, pero también de percibir que la misma está llena de huecos en su interior. Quizás sería más interesante que la ficción nacional deambulara por rutas y formas alternativas de contar historias, porque las series norteamericanas ya están llenas de ejercicios pirotécnicos y medios infinitos, y si jugamos en esa liga y no aportamos ninguna singularidad más que cambiar los muelles de Puerto de Nueva York por los de Vigo, ahí no tenemos nada que hacer, y ya puestos antes me quedo con los originales anglosajones.

The last dance. El último baile. La última cena.

Idolatrar, adorar, reconocer a alguien capacidades sobrenaturales, han sido durante miles de años actitudes dirigidas a los dioses. Pero en la sociedad moderna ya hace tiempo que estas imágenes no se identifican con deidades pretéritas. Existe un afán por buscar referentes, ídolos o seres especiales que encarnen algún aspecto inalcanzable para el resto de los mortales, y es en la actualidad el deporte, el hacedor contemporáneo de estos dioses y mitos.

Si convenimos que el deporte es la gran religión contemporánea, podemos considerar a Michael Jordan como el que con mas fuerza dominó ese Olimpo. A sus excepcionales cualidades como atleta, sumaba un rol de liderazgo incomparable, una estética y belleza nunca vistas y un carisma realmente únicos que nos lleva a considerarle con justicia, el mejor deportista de todos los tiempos.

Netflix nos acaba de ofrecer la más profunda aproximación audiovisual y biográfica del personaje y los resultados y la polémica que ha generado su emisión, están a la altura de esta figura tan superlativa y llena de excesos.

El documental de 10 episodios acierta en una estructura que toma como eje la temporada del último campeonato de los Chicago Bulls, la 1997-98, y sobre el desarrollo de la misma, va dando saltos al pasado glosando la vida de Michael Jordan, complementada con un acercamiento más específico para sus mejores escuderos.

El documental se llama «The last dance» («El último baile») una frase que acuñó el entrenador Phil Jackson para definir esa temporada, y que nos muestra con un nivel de acceso nunca visto, el episodio final del Dios del deporte rodeado de sus apóstoles, todos unidos en el desafío de lograr una última victoria y que ahora, muchos años después, ayudan a transmitir a las actuales generaciones la envergadura de lo que lograron. Un grupo variopinto que escoltó al líder en su gloria, y que ellos mismos también alcanzaron.

Como toda deidad, a lo largo del documental se glosan algunos de sus milagros, que tienen su mito fundacional en los 63 puntos que anotó en los playoffs de la temporada 1985/86 a los Celtics de Larry Bird, primer seguidor de la religión del 23 de los Bulls, al declarar que «Dios se ha disfrazado de Michael Jordan».

A partir de ahí vimos como Jordan en una versión moderna del milagro de los panes y los peces multiplicó los beneficios de la NBA y la convirtió en la mayor marca planetaria. También asistimos a su constante desafío a las leyes de la gravedad en unas acciones donde cuando todos los defensores caían él aun se seguía elevando. O como tras retirarse y sufrir la muerte violenta de su padre, Jordan volvió y ganó 3 anillos mas siendo el mejor. Sin olvidar una intoxicación en mitad de los playoffs que hubiera dejado en cama varios días a cualquiera, y a la que respondió anotando 38 puntos en el quinto partido de las finales contra los Jazz en una especie de reencarnación de El Cid.

En un acto de magnanimidad, este Dios del deporte ha dado algo de protagonismo a sus más privilegiados escuderos. Resaltan dos en especial. Pippen, tipo discreto con aspecto de tótem indio, es su lugarteniente mas importante. Increíblemente mal pagado y con alguna duda puntual sobre su carácter, es el que más espacio ocupa de sus compañeros. El otro Dennis Rodman, jugador encargado de la intendencia, pero cuya aureola se incrementa por una conducta personal incalificable, se erige en protagonista de alguno de los mejores y mas surrealistas momentos del documental.

También se da un espacio a Toni Kukoc (es interesante ver la inquina con la que arremetieron contra él en los JJOO de Barcelona) y Steve Kerr, un ejemplo de actitud personal y profesionalidad que supo estar a la altura cuando se le requirió cogiendo el relevo de John Paxson, y que hoy entrena al equipo que quizás más pueda recordar a esos Bulls, como son los actuales Golden State Warriors.

Hay que advertir que el documental está producido por Jordan y él asume un protagonismo absoluto y sin duda un claro sesgo a su favor. Pero si soy sincero, esto no me importa demasiado, ya que como en cualquier ferviente seguidor de una religión, mi fe en él es inquebrantable desde la adolescencia, y no creo que casi nada pudiera truncarla. No obstante interesa ver como ha sido magnánimo en su superioridad y nos ha mostrado algunos de sus defectos. La crueldad con la que se comportaba con alguno de sus compañeros, su afición por apostar, y su actual figura rapachingada y con un vaso de whisky en la mano, que desmerecen un tanto el recuerdo de su época dorada, son algunos ejemplos. Da la impresión de que quiere hacernos ver que no es perfecto, y que como Jesucristo, él también dudó y a veces fue tentado por el diablo, pero lejos de arrepentirse, Jordan defiende desafiante cualquier actitud por discutible que sea escudándose en su necesidad por la singularidad de la posición que ocupaba y la terrible presión y exigencia que él mismo se autoinfligía y que hacían de él un mártir. Por tanto, desde esta mentalidad, que menos que el resto aguantasen algo de su calvario y sufriesen algunos latigazos por el camino a la gloria por el que los llevaba.

Ahondando en esa humanización del líder, resulta estremecedor, y uno de los mayores hallazgos del documental, la celebración del primer anillo que ganó tras el asesinato de su padre (fue su cuarto campeonato). Para un mayor simbolismo este triunfo se produjo el día del padre y ahí vemos a Jordan, quizás por única vez, desnudando sus sentimientos y mostrando toda su vulnerabilidad llorando desconsoladamente en el suelo del vestuario.

Pero como todo drama, hay algún poder oscuro que se resiste a su fuerza. Tenemos un Judas, Horace Grant, que supuéstamente traiciona las intimidades del vestuario y filtra las actitudes tiránicas del jefe. También está Isiah Thomas, un malo que no reconoce la divinidad de Jordan ni siquiera cuando le derrota, o incluro Reggie Miller que pretende mirarle de tú a tú y desafiarle.

Sin embargo, más allá de los rivales puntuales, si que hubo una fuerza que como la criptonita fue capaz de acabar con los poderes mágicos de Jordan y que tiene un lugar destacado en el documental. Son el propietario de la franquicia Jerry Reinsdorf que con personalidad asume y defiende su versión de los hechos y Jerry Krause, el General Manager de los Bulls, artífice de los fichajes del equipo y de la elección como entrenador de un desconocido Phil Jackson.

Jerry Krause es el malo de la historia, pero un malo que no se puede defender ya que falleció hace 3 años. Es el contrapunto al brillante elenco de jugadores de los que técnicamente era jefe pero cuyo divismo hizo que algunos como Jordan y Pippen llegaran a humillarle, insultarle y burlarse de él, como ellos mismos reconocen, en la última etapa. Un contrapunto que en pantalla se acrecienta ya que frente al porte apolíneo de Jordan, Krause se nos aparece como un tipo gordo, bajito y feo que dio carpetazo al sueño de millones de aficionados y al que solo con la perspectiva de los años y su fallecimiento, parecen reconocerle su participación clave en los éxitos del equipo.

Mucho más se podría hablar. Son innumerables las anécdotas, los duelos contra equipos y jugadores, la incansable presión de gente y medios que convierten a Jordan en un ser poco accesible incluso para sus compañeros, la búsqueda enfermiza de la motivación, su vida personal, el asesinato de su padre, etc. Todo un deleite para cualquiera, aunque no sea aficionado al baloncesto, pero directamente extasiante para un amante de ese deporte como yo, que viví mi adolescencia y juventud disfrutando, trasnochando y emocionándome con las gestas de Jordan sobre la cancha y la banda sonora de los comentarios de Andrés Montes y Antoni Daimiel de fondo.

«Tus pasos en la escalera» de Antonio Muñoz Molina

Sostiene Muñoz Molina que durante buena parte de la escritura de su novela, él no sabía lo que iba a pasar en ella.

Sostiene Muñoz Molina que solo una frase, la primera del libro, «Me he instalado en esta ciudad para esperar en ella el fin del mundo», y su cotidianidad lisboeta fueron los únicos asideros a los que se agarró cuando empezó a escribir una historia que no sabía donde le iba a llevar.

Sostiene Muñoz Molina que no todos valemos para todo, y así es, yo siempre quise ser escritor, pero la lectura de una novela como esta y la forma de escribirla desasosiegan a quienes intentamos crear algo y apenas llegamos a casi nada, tristemente mis dedos no alcanzan a rozar esta forma de escribir

«La belleza es un efecto óptico»

«Tus pasos en la escalera» es una novela protagonizada por un hombre, dos ciudades y un fantasma. El hombre, una persona ya desligada de obligaciones laborales y personales, cuya existencia es la espera. Lisboa que ocupa su paisaje presente, Nueva York su pasado más intenso y Cecilia que no está pero está, cuya presencia y a la vez ausencia, impregna todo en forma de recuerdos y planes de futuro.

«Me besó con la boca muy abierta diciéndome que no cerrara los ojos. Con tanto silencio se me había olvidado que nuestros cuerpos han sido siempre más sabios que nosotros»

Estamos ante un relato íntimo, desconcertante a veces, con un punto de ensoñación, difícil de aprehender del todo por parte del lector, en mi caso aquí mas interesado por las sensaciones de confortabilidad que nos refleja, que por una trama de desenlace definido.

Me encanta el tono que emplea y el contexto que describe, que son un escenario y una cotidianidad en la que me gustaría habitar y donde me sentiría cómodo. Tras la vigorosa y trepidante Nueva York, y con una vida ya superada en lo que a obligaciones se refiere, nada parece más apropiado que asentarse en esa otra cara del Atlántico, ese reverso del océano que es Lisboa y a sentirla con mimo, dar paseos y disfrutar de la vida sin más. Ya solo queda en el recuerdo y la reflexión íntima, un mundo convulso que desde el 11 de septiembre hasta hoy, no ha dejado de sorprendernos y aterrarnos, pero que el protagonista va percibiéndolo ya como un espectador lejano, que dejó de actuar y que ahora se dedica a esperar.

«Los europeos votarán cada vez más a partidos racistas y preferirán la demagogia de la seguridad y las fronteras al espejismo de la democracia» (Beevor)

Hay un quinto personaje, Alexis, que sirve de nexo entre una vida despreocupada y la espera, con la resolución de esas cuestiones prácticas sin las cuales uno no puede llevar a cabo sus proyectos y anhelos. Ese clavo real al que agarrarse y que incluso la ensoñación necesita para poder desarrollarse.

Es con Alexis, con los paseos por Lisboa, con la preparación de la casa, el desayuno y las rutinas del protagonista, donde más cómodo me siento. Luego hay un momento en el inicio de la parte final, mas inaprensible con el que no conecto tanto, ya que esa confortabilidad de la espera y el día a día se pone en peligro y mi yo lector se resiste a ser zarandeado por una historia que no quiero que me sobresalte ni me se complique en exceso con eso que llaman suspense psicológico.

Pero mi yo se al mismo tiempo que el conflicto es necesario y la resolución de una historia necesita avanzar con esta gasolina, y es ahí donde el desasosiego crece, las brumas aparecen, la memoria se diluye y las dudas abrazan un relato que a veces se me escapa, pero que enseguida recupero.

El final es la que debe ser, es congruente en tono y sensibilidad con lo que el autor nos ha ido contando, resolviendo lo que quizás ya no es resoluble y trasladándonos una inquietud y una duda, ya que quien solo se alimenta de memoria, no puede mostrarnos ni pretender llevarnos con ella a esa superficie estable y sólida que es la realidad, porque quizás, a partir de un determinado momento esta ya no exista y el miedo nos impide buscarla.