Todos, absolutamente todos, tenemos en nuestra vida placeres ocultos, íntimos, que no se muestran en nuestra cáscara ni parecen congruentes con nuestros gustos o forma de ser más aparente. Esas cosas que cuando las comentas en público recibes respuestas del tipo «pues no te pega nada», «no me lo creo» o «anda ya».
En mi caso, esa cosa que a la gente no le pega, no se cree de mi o se queda atónita cuando lo descubre, es mi gusto por el Festival de Eurovisión. Ciertamente no llego a una altura de fan absoluto, pero reconozco que esa fecha está marcada en rojo en mi calendario, los días previos a la misma dedico un buen rato a ver y escuchar todas las canciones que participarán en el certamen, y en mi casa la noche en cuestión, siempre hay amigos pertrechados junto a mi mi mujer y mis hijos, con un cuaderno para puntuar las canciones que van sonando.
El entorno ve esta afición con una mezcla de simpática rareza por mi parte para unos y una atrofia que me acerca a la cutrez horteril y pone en duda la credibilidad de otras de mis aficiones como la música clásica, por ejemplo o el cine de Ingmar Bergman, convirtiéndome en un potencial cultureta impostado.
Yo creo que es compatible que te guste Mahler y Abba, quizás raro, pero esto abre un debate sobre la compartimentalización de la cultura y los gustos, que en el caso de la música considero más acentuada. A diferencia de la literatura o el cine, donde es mas fácil encontrar a gente dispuesta a deambular por distintos géneros y épocas, apreciándolas igualmente, en el caso de la música, es más raro ver personas que compartan pasiones como el jazz y el heavy, la música clásica o el reggaeton, el flamenco y el techno.
Por eso, intentando saltar prejuicios y miradas penalizadoras, una semana al año me entrego a un festival, que además de canciones, tiene otras cosas que transcienden más allá del exclusivo fenómeno musical.
Por un lado hay un punto patriótico, un orgullo de país, que asemeja el festival a la competencia deportiva. Como si fuera una final de Roland Garros con Rafa Nadal, queremos ganar, y somos capaces de seguir una, de facto, tediosa y larga votación, donde llevamos años alejados de cualquier posibilidad de victoria desde casi su inicio, y aplaudir cada vez que dicen «Spain, 3 points», y aquí es donde se produce la gran cuestión. La victoria en Eurovisión es un hito que ni yo, ni ningún español menor de 50 años ha vivido y yo diría que es ya el último rubicón competitivo que nos queda como nación. Hace años pensaba que era mas difícil ganar un mundial de fútbol o que un tenista español saliera victorioso de Wilmbledon, y esas cosas ya han ocurrido.
Por otro lado, creo que el Festival de Eurovisión, es desde el punto de vista formal el programa televisivo más espectacular que se hace a lo largo del año. Los escenarios son alucinantes, las actuaciones tienen un acompañamiento de imágenes, sonido, escenografía, realmente fastuosos y todo lo que rodea a las canciones, como son los vídeos, presentaciones, el intermedio, etc suele tener una factura televisiva impecable.
Por último está lo que debería ser el centro de todo, las canciones, que yo diría que poco a poco han ido quedando más apartadas por el peso de la estética televisiva. Aunque con tanto país encuentras una gran cantidad de medianías o mediocridades, siempre hay un puñadito de canciones que me acompañarán en el coche durante los meses siguientes, cuyas características suelen ser buenas voces, melodía pegadiza y un punto festivo. Lo dicho, ideal para el coche cuando vas con tu familia.
Sentadas las bases de mis gustos eurovisivos, paso a hablar de la película que acaba de estrenar Netflix. Mi opinión no puede disociarse de lo anterior, pues lo primero que hay que decir es que quizás solo resulte atractiva si aceptas ciertos códigos y te gusta el Festival. La película apela a los fans, es festiva, ingenua, caricaturiza con acierto su punto hortera y lo envuelve en una carcasa con buenos acabados.
El gran acierto es tratar una situación que nunca se ha plasmado en la pantalla, a pesar de los millones de seguidores que el certamen arrastra cada año. No recuerdo ninguna película cuya trama argumental pivote sobre el Festival de Eurovisión, y eso ya es un acierto. Desde la autoparodia, el mensaje optimista, la comedia blanca y la participación de algunas celebridades del certamen, es fiel a lo que pretende y no engaña en sus aspiraciones.
Quizás esto que acabo de decir en positivo, es al mismo tiempo su mayor debilidad como artefacto cinematográfico. Una peli que se mueve casi en exclusiva en clave fan, y que seguramente solo llene a paladares poco exigentes y eurovisivos, la convierten en cierto modo en una oportunidad perdida sobre lo que creo que es una buena idea de base, ya que indudablemente el film acaba resultando demasiado blando con algún brochazo argumental poco brillante y unos protagonistas cándidos e inocentes en exceso. De aquí podría haber surgido algo a la altura de «Love Actually», pero no es el caso, ni de lejos.
Estamos ante un tipo de cine meramente «celebrativo» para seguidores de algo muy concreto y que entronca con «Mamma Mía», aunque en esta el argumento tenía vida propia, la protagonista era Meryl Streep (sin desmerecer a la maravillosa Rachel McAdams), y la música de ABBA suponía un late motiv perfecto y permanentemente tarareable.
En cualquier caso cine familiar, que requiere de la participación de un espectador que tenga fe, se entregue un poquito y que no tenga grandes pretensiones. No todo van a ser solomillos en la dieta cinéfila, a veces también sienta muy bien alguna hamburguesa del McDonalds.